La lámpara que nunca se apagaba.

La lámpara que nunca se apagaba.

Había una vez, en una pequeña aldea al borde de un espeso bosque, una antigua iglesia con una lámpara que había permanecido encendida durante más de dos siglos. La iglesia era el corazón del pueblo, un lugar al que todos acudían en busca de consuelo y esperanza. La lámpara, ubicada en el altar principal, era una de las razones por las que los habitantes de la aldea amaban ese lugar. Para ellos, aquella luz simbolizaba la presencia constante de Dios en sus vidas.

Una anciana llamada María era la encargada de cuidar la iglesia. Cada mañana, ella cruzaba la plaza con su bastón y una cesta llena de aceite, que usaba para alimentar la lámpara. María ya no era joven, pero su corazón seguía siendo tan fuerte como cuando era una niña. Cada vez que vertía el aceite en la lámpara, lo hacía con devoción y agradecimiento, sabiendo que aquella luz significaba más que una simple llama.

Un día, María cayó enferma. Su cuerpo ya no respondía como antes, y la fiebre la debilitó hasta el punto de que no pudo levantarse de su cama. Los habitantes del pueblo se dieron cuenta de que María ya no podía encargarse de la lámpara, pero nadie se preocupó demasiado. Pensaban que alguien más se haría cargo, que otro vecino iría a la iglesia y repondría el aceite.

Pasaron los días, y nadie alimentó la lámpara. Cada uno de los aldeanos estaba ocupado con sus propios asuntos: el panadero se preocupaba por la masa que no fermentaba, el granjero por el ganado que no daba leche suficiente, y la maestra por los niños que no aprendían. Todos pensaban que otra persona iría, pero la verdad era que nadie lo hizo.

Una noche, la lámpara, que había permanecido encendida durante generaciones, comenzó a titilar. Su llama, antes fuerte y vibrante, ahora se tambaleaba, luchando por mantenerse encendida. Finalmente, la llama se apagó, y la iglesia quedó en penumbras.

La noticia de la lámpara apagada se extendió rápidamente por la aldea. Los vecinos se sintieron avergonzados y entristecidos. Sabían que, por su indiferencia y falta de compromiso, habían permitido que la luz se extinguiera. La lámpara no era solo una fuente de iluminación; era el símbolo de la fe de todos ellos, y ahora se había apagado porque cada uno pensó que era tarea de otro.

Al día siguiente, los habitantes del pueblo se reunieron en la iglesia. María, a pesar de su debilidad, había decidido asistir. Con voz suave, pero llena de determinación, les dijo: "La luz de esta lámpara no depende de una sola persona, sino de todos nosotros. La presencia de Dios en nuestra comunidad no es algo que uno solo pueda cargar. Es nuestra responsabilidad mantenerla viva, cuidarla y alimentarla, así como alimentamos nuestras almas con oración y bondad".

Las palabras de María tocaron los corazones de todos los presentes. Entendieron que habían fallado, no solo a la lámpara, sino a su comunidad y a ellos mismos. Se dieron cuenta de que cada pequeña acción cuenta y que la luz, así como la fe, es algo que se alimenta día a día con dedicación y amor.

Desde ese día, los vecinos decidieron turnarse para cuidar de la lámpara. Cada familia del pueblo tenía un día asignado para llenar la lámpara de aceite, y así, la luz nunca volvió a apagarse. Con el tiempo, la lámpara se convirtió no solo en un símbolo de la presencia de Dios, sino también en un recordatorio del poder de la unidad y el compromiso.

Reflexión final

Esta historia nos recuerda la importancia de nuestra responsabilidad personal y colectiva en mantener viva la luz de la fe. Muchas veces, en nuestras vidas, caemos en la tentación de pensar que las cosas importantes son tarea de otros. Quizá pensamos que alguien más hará la oración por nosotros, que alguien más consolará al que está sufriendo, que alguien más alimentará al que tiene hambre. Pero la verdad es que todos tenemos un papel importante en la comunidad y en el reino de Dios.

Cada uno de nosotros es responsable de mantener viva la llama de la esperanza, del amor y de la fe, no solo en nuestras propias vidas, sino también en las vidas de quienes nos rodean. Si dejamos que nuestra luz se apague, dejamos que las tinieblas del desánimo y la desesperanza se apoderen de nuestra comunidad. Al igual que los aldeanos de esta historia, necesitamos recordar que la luz de Dios en nuestras vidas debe ser alimentada constantemente, y no podemos esperar que otros lo hagan por nosotros.

Cuando nos comprometemos a ser luz, no solo para nosotros, sino también para los demás, encontramos un propósito más grande que nuestras preocupaciones personales. Aprendemos que, al cuidar de los demás, al alimentar la llama de la fe en nuestras familias, amigos y comunidad, estamos reflejando el amor de Dios y permitiendo que Su luz brille a través de nosotros.

Así que hoy te invito a reflexionar: ¿Cuántas veces has dejado que tu luz se apague por pensar que es tarea de otro mantenerla encendida? ¿Cuántas veces has permitido que la indiferencia gane terreno? Hoy es el día para decidir alimentar la lámpara, para decidir ser parte activa de la luz de Dios en este mundo. Porque cuando todos nos unimos y trabajamos juntos, la luz nunca se apaga.

Esperamos que esta reflexión haya sido de gran bendición para tu vida. Te invitamos a regresar cada día para encontrar más reflexiones que te inspiren y fortalezcan tu fe. ¡Que Dios te bendiga siempre!

¿Qué reacción nos das?

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